Sofía cerró los ojos.
No había luces, ni aplausos, ni siquiera una profesora que los animara.
En las primeras filas, algunos niños tenían sus teléfonos listos para grabar y reían suavemente. Pero cuando las primeras líneas salieron de sus labios, todo cambió.
Su voz temblaba, pero cada nota llegaba al corazón de los presentes con la fuerza de una historia jamás contada.
La melodía, sencilla y sin acompañamiento, flotaba en el aire como una oración. Cada palabra parecía surgir de un lugar profundo donde las lágrimas y la esperanza se encuentran.
En la última fila, una profesora que estaba escribiendo en su teléfono se detuvo de repente y se dio la vuelta. Uno a uno, los niños del público comenzaron a guardar sus teléfonos.
Incluso los que antes habían estado riendo ahora estaban sentados en silencio. Un niño se secó discretamente una lágrima de la mejilla. Las niñas de la última fila se miraron sin decir palabra.
Y en medio de la canción… sucedió algo completamente inesperado.
El director, que rara vez asistía a las funciones estudiantiles, entró accidentalmente en la sala. Pero al oír la voz de Sofía, se detuvo en la puerta.
Se quedó inmóvil, como un soldado en un antiguo hechizo. Y la profesora de música, que aún no había escrito su nombre, se llevó la mano al corazón y susurró:
—Es… fenomenal.
Al final de la canción, Sofía guardó silencio un instante. Luego abrió los ojos.
Y un silencio sagrado la recibió. Nadie sabía si aplaudir o llorar. Fue un momento en el que el mundo pareció contener la respiración.
Entonces una mano empezó a aplaudir. Luego otra. Y otra.
Y de repente, la sala estalló.
No fueron solo aplausos, sino una ovación de pie. Con una tormenta de aplausos, gritos de asombro, niños llorosos, profesores boquiabiertos, y los teléfonos ahora grababan no una broma, sino un milagro.
Por primera vez, Sofía sonrió a todos. Y por primera vez, sintió que ya no era invisible. Que su voz importaba.
A una niña pobre le pidieron que cantara en la escuela como broma, ¡pero su voz dejó a todos boquiabiertos!
Después de la actuación, un hombre vestido con un traje sencillo se acercó a ella. Se presentó como representante de un conservatorio local que apoya a jóvenes talentos. Le entregó una tarjeta de visita y le dijo:
— Tienes un don. Y una historia. Queremos ayudarte a contarla al mundo.
En las semanas siguientes, el nombre de Sofía Lăzărescu comenzó a correr la voz por toda la ciudad. Los periódicos locales escribieron sobre «la niña de la voz angelical».
El director grabó la grabación y la envió a un concurso nacional. ¿Y sus compañeros? La saludaron. Ella les sonrió. Algunos incluso le pidieron que volviera a cantar para ellos.
Pero el momento más importante llegó una noche cuando su madre entró en la caravana y encontró una carta en la mesa, en un pequeño rincón.
Era una carta de Sofía.
Mamá, sé que a veces no tenemos luz. Y a veces ni siquiera tenemos pan. Pero tenemos algo más fuerte. Tenemos coraje. Y mi voz… tu voz también.
Bajo la firma había una foto de Sofía en el escenario, sonriendo, mientras todo el público la aplaudía.
La madre cerró los ojos, se llevó la foto al pecho y dijo:
— Canta, mi niña. Canta… y nunca pares.
Porque el mundo nunca olvidará la voz que le tocó el alma.