En los días posteriores, un silencio particular parecía haberse instalado en la casa de Anica Andreevna.
El pequeño Alexei descansaba plácidamente en su cuna mullida, mientras Elena, serena como nunca antes, tomaba su té matutino en el porche, con el sol tibio acariciándole el rostro.
Radu, su esposo, estaba allí.
Le tomaba la mano sin esconderse, la ayudaba en casa, hablaba con respeto a su abuela… y el pueblo, de pronto, ya no tenía nada que decir.
En silencio, se tragaron cada palabra de los rumores que ellos mismos habían sembrado.
Clara, la que había encendido la chispa de toda aquella maldad, ya no salía de su casa sino con la cabeza gacha. Su hijo, Andrei, evitaba pasar por la calle de Elena como si estuviera maldita.
Todo parecía calmarse.
Hasta que, una tarde, la quietud fue quebrada por el sonido inconfundible de un motor caro.
Un coche negro, largo y pesado, se detuvo justo frente a la casa.
Del vehículo bajó una mujer mayor, de porte elegante, facciones severas y mirada helada. Su cabello, recogido en un moño impecable, y el bolso de piel fina colgando de su brazo, hablaban de una vida de lujo y distancias.
Observó la casa largamente, luego a Elena, que había salido al porche con Alexei en brazos.
—Radu —dijo, con una voz que no admitía réplica—. Tenemos que hablar.
Elena sintió cómo su cuerpo se tensaba. La reconoció de inmediato.
La había visto solo una vez, de lejos, en una recepción a la que Radu había sido invitado hacía dos años.
Era su madre.
La misma que lo había rechazado por enamorarse de una muchacha sencilla, de campo.
Radu cruzó el patio, tan cerrado como una fortaleza.
—¿Qué haces aquí, madre?
—No me hables así. He venido a conocer a mi nieto. Sé que no soy bienvenida, pero tengo derecho a verlo.
—¿Derecho? Lo tuviste cuando me dijiste que, si elegía el amor, perdería a mi familia. Lo tuviste cuando no viniste a la boda. ¿Y ahora pretendes cruzar esta puerta como si nada?
La mujer no se inmutó.
—Me equivoqué. Pero ese niño lleva mi sangre. Y si tú no estás dispuesto a darle un futuro mejor, entonces lo haré yo.
Elena, que escuchaba desde detrás de la cerca, sintió cómo le hervía la sangre. Salió al frente, con el niño bien apretado contra el pecho.
—No necesita nada de usted. Alexei tiene una madre que lo amó antes de nacer y un padre que estuvo dispuesto a perderlo todo por él. Ningún dinero, ninguna herencia puede reemplazar eso.
—Querida —dijo la mujer con dulzura fingida—, te sorprendería lo que el dinero puede comprar.
—Sí —respondió Elena con firmeza—, pero no compró el alma de su hijo.
Y tampoco comprará la del mío.
Radu giró hacia su madre con la decisión tallada en el rostro.
—Vete, madre. No eres bienvenida aquí. Y si algún día él quiere verte, será su decisión. Hasta entonces, nosotros somos su familia. No tú.
Ella permaneció unos segundos sin moverse. Luego se dio la vuelta y subió al coche sin decir una palabra.
El motor rugió y, poco después, sólo quedó una nube de polvo sobre el camino.
Esa noche, Radu, Elena y el pequeño Alexei se sentaron juntos en el viejo banco frente a la casa.
El cielo estaba despejado, y la luna bañaba el campo con su luz blanca y serena.
—Me elegiste otra vez —susurró Elena, apoyando la cabeza en su hombro.
—Esta vez, para siempre —sonrió Radu.
Y más allá de los rumores, las herencias o los juicios ajenos, la verdad brillaba clara como la luna: el amor, cuando es verdadero, no necesita explicaciones.
Solo necesita valentía.