Durante el funeral de una niña, todo el pueblo se reunió para despedirla en su último viaje. Las caras tristes de los padres y amigos reflejaban la gravedad del momento, todos lloraban. 😲 😲
El sacerdote comenzó a leer palabras de consuelo y en ese momento apareció de repente un cuervo negro. Aterrizó silenciosamente justo en el ataúd, sus plumas brillaban al sol y sus ojos parecían brillar con una luz extraña.
Los presentes se quedaron paralizados. Alguien jadeó, alguien dio un paso atrás. Los presentes intentaron ahuyentar al cuervo tirándole piedras, pero de repente se dieron cuenta de que aquel cuervo no era un simple pájaro, sino…
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En ese momento, la madre de la niña levantó la cabeza, miró al cuervo y el reconocimiento se reflejó en su rostro.
“Es él…” susurró. -Este es el mismo cuervo. Él siempre volaba hacia nuestro patio.
La gente se giró sorprendida. La mujer dio un paso adelante y dijo en voz alta, entre lágrimas:
-Nuestra hija lo alimentó. Casi todos los días. Voló al balcón y esperó que su hija le trajera pan. Ella dijo que él era su amigo. Incluso nos dibujó a nosotros: a mí, a mi marido… y a él. El cuervo siempre estuvo presente en sus dibujos.
Al recordar esto, sacó el dibujo doblado de su bolso: había estado con ella todo este tiempo. En el papel, en la mano de un niño, estaban dibujadas tres personas: una madre, un padre y una niña, y junto a ellos había un pájaro negro con ojos bondadosos.
Todos tenían brazos en forma de alas, como si fueran una sola familia.
“Vino a despedirse”, dijo la madre, ahora con voz tranquila. – No es sólo un cuervo. Él la recordó.
Todos los presentes permanecieron en silencio, incapaces de pronunciar palabra. Algo en esta historia tocó las fibras más delicadas del alma de todos.
Y el cuervo, como si hubiera oído sus palabras, inclinó la cabeza, como en señal de respeto, y después de una larga pausa, extendió sus alas. Se elevó por los aires y desapareció detrás de los árboles.