Nuestro hijo Andy lleva meses pidiendo un perro, cada día pregunta: “Papá, ¿podemos tener un perro, por favor?”
Estuve a punto de rendirme, pero fue necesaria mi esposa Kelly para convencerme. Tras dudarlo mucho, aceptó a regañadientes: «De acuerdo, pero tiene que ser pequeño y bonito. Nada de idiotas inflexibles».
El santuario era un caos, el aire estaba lleno de sonidos de ladridos emocionados y esperanzados. Los ojos de Andy brillaron mientras saltaba entre los pitbulls, mirando más allá de los perros peludos que inicialmente pensó que estaban allí.
Entonces se detuvo en seco, mirando fijamente la perrera donde estaba sentado el perro más desordenado que jamás había visto: una mirada confundida en su rostro y ojos muy, muy grandes. Me arrodillé junto a ella y le susurré: “Esto no es exactamente lo que tu mamá quería”. Pero el cariñoso Andy apareció inmediatamente y pasó la noche mostrándole a Daisy cada rincón de la casa.
Más tarde, cuando se metieron en la cama, Daisy no se calmaba, daba vueltas en la cama y gemía en la puerta.
¿Se puede hacer algo al respecto? Se volvieron más cercanos de una manera impredecible y supe que Daisy ya era parte de nuestra familia. —No sé cómo seguir viviendo —dije con voz tranquila pero firme—, pero Daisy sigue aquí. Pertenece a nuestra familia. Y espero que tú también lo entiendas. Kelly asintió entre lágrimas, dándose cuenta de que casi lo había perdido.
La familia era cuestión de perfección, de amor, de defectos y del perdón silencioso y firme que nos mantiene unidos.