Anyu, solo un anno – rise Dani, mentre tirava la cerniera della sua valigia. – Vado a Londra, lavoro un po’, metto da parte qualche soldo, e poi torno. Magari apriamo un piccolo ristorante, sai, quello di cui parlavo ai tempi del liceo.
Krisztina, sua madre, cercò di sorridere. Ma il suo sorriso era come la rugiada del mattino: fragile e destinato a svanire in fretta.
– Va bene, tesoro… Scrivimi, ok? Chiamami ogni tanto. E… – la sua voce tremò, ma si riprese subito – … e non dimenticarti di mangiare bene. Sai che hai problemi di stomaco.
– Lo so, lo so – rispose Dani, abbracciandola. – Non preoccuparti. Non sono più un bambino.
– Ma per me sarai sempre il mio piccolino – sospirò la madre. – E non sistemare la tua stanza, ok? Lascia tutto com’è.
Dani sorrise.
– Sembra un museo.
– Esatto – annuì Krisztina. – Un Museo di Dani.
Insieme caricarono la valigia nel bagagliaio del taxi. Il conducente aspettò pazientemente, abbassando la radio. Krisztina tenne la mano del figlio fino all’ultimo momento.
– Ti scriverò, te lo prometto – disse Dani. – E… ti voglio bene.
– Anch’io ti voglio bene – sussurrò Krisztina. – Abbi cura di te, tesoro.
Il taxi partì. La madre rimase lì, sulla strada vuota. Le mani tremavano. Il suo cuore ancora di più.
Tornò a casa. E chiuse la porta della stanza del ragazzo.
Non la chiuse a chiave. La chiuse e basta.
Le ciabatte rimasero accanto al letto. Sulla scrivania una tazza con i residui di cioccolata ormai secchi. Sulla cuscina ancora si sentiva il profumo di Dani. Come se fosse uscito solo per pochi minuti. Come se potesse tornare in qualsiasi momento.
Passò una settimana.
Krisztina ricevette una chiamata ogni sera. Dani raccontava: del nuovo lavoro, del capo strano, dei coinquilini freddi.
– Mamma, qui non c’è pane normale! È tutto dolce! E il tè lo danno solo con il latte!
– Ti abituerai – rise Krisztina. – E quando sarà il tuo primo stipendio?
– Già la settimana prossima! Se tutto va bene, forse torno a casa per Natale!
Il cuore di Krisztina tremò. Natale. Sembrava così lontano… ma la speranza la riscaldava.
Passò un mese.
Le chiamate divennero meno frequenti.
– Mamma, scusa, ho un turno lungo… Ti chiamo domani, ok?
– Va bene, tesoro – disse Krisztina. – Ma non dimenticarti di me. Io sono sempre qui.
Passarono tre mesi.
Arrivarono solo messaggi. A volte non c’era nulla per giorni.
„Ciao mamma! Tutto ok. Ti scrivo presto, bacio.”
Krisztina iniziò a preoccuparsi. Poi diventò arrabbiata. Come poteva non trovare il tempo per sua madre?
Poi non arrivò più nulla. Una settimana. Due settimane. Un mese. Nessuna chiamata, nessun messaggio.
Krisztina controllò il telefono per l’ennesima volta. Rinnovò l’abbonamento, giusto per sicurezza.
Ma lo schermo rimase silenzioso.
– Sarà sommerso di lavoro – diceva alle sue amiche al negozio. – Sapete, i giovani… sono sempre impegnati.
– Majd si farà vivo – sussurrò quella sera a sé stessa, mentre si coricava.
E aspettò. Ogni giorno. Ogni sera.
La stanza del ragazzo rimase intatta. Le ciabatte erano ancora lì. Anche quella maledetta tazza. Nel calendario, una X tracciata dalla calligrafia di Dani: «Volo – inizio di una nuova vita!»
Passò un anno.
Gli amici non le chiedevano più di Dani. Né la famiglia. Solo Krisztina continuava a pronunciare il suo nome.
–Se fue hace un año –dijo en la peluquería. – Él sólo está trabajando. Tarde o temprano aparecerá.
Pero en las esquinas de sus ojos había lágrimas. En su corazón ahora había arraigadas las dudas.
Y mientras tanto, el tiempo pasaba. Llegó el otoño, luego el invierno. Dani nunca apareció. Sin postal. Sin regalos. Nada.
Krisztina pasaba todos los días por delante de la habitación del niño como si pasara por delante de una iglesia. Pasos ligeros, mirada baja.
Pasaron diez años.
Krisztina se había vuelto otoñal. Ella ya no se tiñó el pelo. Lo encontró inútil. Él nunca habló de su hijo con nadie. No había nadie con quién hablar sobre ello. Los vecinos ahora sólo la saludaban con la cabeza cuando se encontraban. Nadie le preguntó: “¿Cómo está Dani?”
Porque todos sabían que no había nada que decir.
Krisztina hacía café todas las mañanas. Una taza. Había una vez dos. Uno para ella, uno para Dani.
Todas las noches, a la misma hora, revisaba su buzón. Quién sabe… Pero normalmente sólo había facturas. Publicidad. Silencio.
Un día, sin embargo, ocurrió algo.
Entre los demás se encontró un sobre extraño, largo y delgado. Sello extranjero. Inglaterra. Una dirección escrita a mano: “A la señora Krisztina Szendrei”. La escritura era incierta, alargada, como si alguien hubiera escrito rápidamente, pero con miedo.
Krisztina estaba temblando cuando abrió el sobre. Dentro había una breve carta, escrita a mano por una mano desconocida:
«Estimada señora,
Mi nombre es Julia Smith. Trabajo como voluntario en un servicio de calle en Londres. Recientemente encontramos a un hombre sin hogar, inconsciente, cerca de una estación de metro. No llevaba consigo ningún documento, sólo una servilleta arrugada y manchada. Allí estaba escrito: “Si algo me pasa, el nombre de mi madre es Krisztina Szendrei”. Hungría.’
Lo llevamos al hospital. Su estado era muy grave, pero lo estabilizamos. Cuando volvió en sí, solo dijo una cosa: “Por favor, llama a mi madre”. Cuando le pregunté si tenía otros parientes, respondió: “No tengo a nadie”. Sólo ella.’
Por eso escribo esta carta. El nombre del hombre es Dani, al menos eso es lo que dijo. Podría ser su hijo. Está ingresado en el Hospital St Benedict de Londres. El departamento es 3B, medicina interna. Pido disculpas si cometí un error, pero sentí que debía intentarlo”.
Un cordial saludo, Julia Smith
Krisztina miró primero las palabras. Las letras no parecían tener sentido. Sus ojos volvían una y otra vez a ese nombre: “Dani”.
– Mi hijo… – susurró. – Mi hijo… está vivo.
Esa misma noche revisó sus ahorros. La pensión de viudedad que había reservado para «eventualidades imprevistas». Con parte de ese dinero compró un billete. Para Londres. A dónde se había ido su hijo… y nunca regresó.
Un día después estaba en el aeropuerto.
El viaje fue largo. En cuerpo y alma. En el avión, tenía en la mano una foto: Dani a los catorce años, en una fiesta del colegio, esa sonrisa de lado que nadie más podía hacer como él. Era un dolor insoportable mirarlo, pero no tenía fuerzas para apartarlo.
El hospital de Londres estaba frío, blanco y silencioso. La recepcionista no pudo pronunciar su nombre.
–Szenn… ¿Szendrej?
–Se fue hace un año –dijo en la peluquería. – Él sólo está trabajando. Tarde o temprano aparecerá.
Pero en las esquinas de sus ojos había lágrimas. En su corazón ahora había arraigadas las dudas.
Y mientras tanto, el tiempo pasaba. Llegó el otoño, luego el invierno. Dani nunca apareció. Sin postal. Sin regalos. Nada.
Krisztina pasaba todos los días por delante de la habitación del niño como si pasara por delante de una iglesia. Pasos ligeros, mirada baja.
Pasaron diez años.
Krisztina se había vuelto otoñal. Ella ya no se tiñó el pelo. Lo encontró inútil. Él nunca habló de su hijo con nadie. No había nadie con quién hablar sobre ello. Los vecinos ahora sólo la saludaban con la cabeza cuando se encontraban. Nadie le preguntó: “¿Cómo está Dani?”
Porque todos sabían que no había nada que decir.
Krisztina hacía café todas las mañanas. Una taza. Había una vez dos. Uno para ella, uno para Dani.
Todas las noches, a la misma hora, revisaba su buzón. Quién sabe… Pero normalmente sólo había facturas. Publicidad. Silencio.
Un día, sin embargo, ocurrió algo.
Entre los demás se encontró un sobre extraño, largo y delgado. Sello extranjero. Inglaterra. Una dirección escrita a mano: “A la señora Krisztina Szendrei”. La escritura era incierta, alargada, como si alguien hubiera escrito rápidamente, pero con miedo.
Krisztina estaba temblando cuando abrió el sobre. Dentro había una breve carta, escrita a mano por una mano desconocida:
«Estimada señora,
Mi nombre es Julia Smith. Trabajo como voluntario en un servicio de calle en Londres. Recientemente encontramos a un hombre sin hogar, inconsciente, cerca de una estación de metro. No llevaba consigo ningún documento, sólo una servilleta arrugada y manchada. Allí estaba escrito: “Si algo me pasa, el nombre de mi madre es Krisztina Szendrei”. Hungría.’
Lo llevamos al hospital. Su estado era muy grave, pero lo estabilizamos. Cuando volvió en sí, solo dijo una cosa: “Por favor, llama a mi madre”. Cuando le pregunté si tenía otros parientes, respondió: “No tengo a nadie”. Sólo ella.’
Por eso escribo esta carta. El nombre del hombre es Dani, al menos eso es lo que dijo. Podría ser su hijo. Está ingresado en el Hospital St Benedict de Londres. El departamento es 3B, medicina interna. Pido disculpas si cometí un error, pero sentí que debía intentarlo”.
Un cordial saludo, Julia Smith
Krisztina miró primero las palabras. Las letras no parecían tener sentido. Sus ojos volvían una y otra vez a ese nombre: “Dani”.
– Mi hijo… – susurró. – Mi hijo… está vivo.
Esa misma noche revisó sus ahorros. La pensión de viudedad que había reservado para «eventualidades imprevistas». Con parte de ese dinero compró un billete. Para Londres. A dónde se había ido su hijo… y nunca regresó.
Un día después estaba en el aeropuerto.
El viaje fue largo. En cuerpo y alma. En el avión, tenía en la mano una foto: Dani a los catorce años, en una fiesta del colegio, esa sonrisa de lado que nadie más podía hacer como él. Era un dolor insoportable mirarlo, pero no tenía fuerzas para apartarlo.
El hospital de Londres estaba frío, blanco y silencioso. La recepcionista no pudo pronunciar su nombre.
–Szenn… ¿Szendrej?
– Sí, sí – Krisztina asintió. – Mi hijo está aquí. Dijeron su nombre. Dani.
La mujer sonrió y asintió. La condujo por un pasillo.
– Está estable ahora. —Pero débil —dijo en voz baja—. Pasaba mucho tiempo en la calle.
Se detuvieron frente a la puerta de la habitación 3B.
– ¿Estás listo? –preguntó la enfermera.
Krisztina asintió. Su corazón latía con fuerza. Tan fuerte que pensó que alguien más podría oírlo.
Dentro de.
En la cama yacía un hombre delgado. Su cabello se estaba raleando y su rostro estaba demacrado. Brazos delgados, piel pálida. Pero cuando él levantó la vista… allí estaban sus ojos. Los mismos ojos. El propio Dani.
– Mamá…? – susurró el hombre. Su voz era apenas algo más que un suspiro.
Krisztina no respondió. Él simplemente se acercó. Y tomó su mano.
– Estoy aquí – dijo. – Estoy aquí, cariño.
Los ojos de Dani se llenaron de lágrimas.
– Me equivoqué… – susurró. – Cometí un gran error, mamá…
Krisztina meneó la cabeza.
– No importa. Ahora estás de vuelta en casa. Eso es lo que importa.
El niño sonrió. Débil, pero sincero. Sus ojos se cerraron lentamente.
Krisztina pasó dos noches en una pequeña casa de huéspedes cerca del hospital. Por la mañana volvió a visitar a Dani. Su condición no mejoró. Los médicos no dijeron mucho, pero lo que faltaba en sus palabras estaba en sus miradas.
Dani estaba débil. No se quejó, no lloró. A veces murmuraba algo mientras dormía, nombres viejos, frases incompletas.
Krisztina nunca lo dejó solo por mucho tiempo. Ella se sentaba junto a su cama, le sostenía la mano, le acariciaba la frente y a veces cantaba suavemente canciones que le encantaban cuando era niña.
A la tercera mañana, cuando la enfermera entró en la habitación, Krisztina todavía estaba allí, inmóvil. La mano del niño todavía estaba en la de ella.
Pero Dani ya no respiraba.
Se fue en silencio. Al amanecer.
Krisztina no lloró inmediatamente. Él simplemente miró el rostro de su hijo, que ahora finalmente estaba en paz. Como si al final de un largo y doloroso viaje por fin hubiera llegado a casa.
Ella estaba de regreso. Al final.
El funeral fue sencillo.
Krisztina pidió que las cenizas de su hijo fueran incineradas. No había nadie más presente. Sin parientes, sin amigos. Sólo ella. Ella, que había esperado durante diez años y que ahora, por última vez, le decía adiós.
Llevaba las cenizas en una pequeña caja.
El silencio en el apartamento era diferente al anterior. No era el silencio de la falta, sino el de la finalidad. De dejarse ir.
Se detuvo frente a la habitación del niño. Respiró profundamente y abrió la puerta.
Las zapatillas todavía estaban allí. La copa también. Pero ya no había olor en la almohada.
Krisztina se sentó en el borde de la cama, tomó las cenizas en su regazo y sacó un álbum polvoriento. Fotografías de infancia, dibujos, certificados. En una esquina decía: «Mamá, te quiero. Dani (6 años)».
Las lágrimas corrieron silenciosamente por su rostro.
Ella no quería que sintieran lástima por ella. Ella no quería ser vista como una heroína. Ella era solo una madre que cumplió su promesa: esperó.
Unas semanas después…
Se detuvo en un puente viejo. El puente por donde solía caminar cuando era niña. Donde Dani estaba tirando coches de juguete al agua y una vez se cayó porque se agachó demasiado.
Ahora había un nuevo banco.
Sencillo, hecho de madera, pero en el respaldo del asiento había un mensaje grabado:
“A mi hijo que estaba perdido, pero que siempre volvió a mi corazón”.
El banco sigue estando allí desde entonces. A veces alguien se detiene, lee y sonríe. O se pierde en sus pensamientos.
Y si es una mañana tranquila, a veces se puede ver a una mujer mayor sentada en el banco. Con un álbum de fotografías en su regazo. Y una taza de café en la mano… para dos.