—Arkady, ¿quién es Marina? – mi voz traicionera temblaba mientras agarraba viejos sobres amarillentos por el tiempo. Palideció y de repente comprendí: en unos momentos descubriré toda la verdad sobre nuestros veinticinco años de matrimonio.
La caja olía a madera vieja y a tiempo pasado. Vera acarició suavemente la tapa desgastada con sus dedos. Ese objeto contenía los “tesoros” de nuestra familia: una flor seca de nuestra primera cita, entradas de teatro, fotografías cubiertas por una fina capa de polvo. Un día Arkady la trajo de regreso de un viaje a Praga.
Nunca se había atrevido a mirar dentro. Su matrimonio se basó en el respeto al espacio personal. Pero hoy, mientras estaba ordenando la puerta, Vera dejó caer accidentalmente la caja y la tapa se abrió. Cinco sobres, atados con cinta descolorida, cayeron al suelo.
Miró su reloj: faltaban dos horas para que llegara su marido. Como siempre, primero pasaba por el gimnasio y luego cenaba en su cafetería favorita. Vera sabía su rutina diaria de memoria. Treinta años de vida juntos habían creado la ilusión de que conocía a su marido tan bien como se conocía a sí misma.
¿O tal vez fue sólo una ilusión?
Los sobres yacían en el borde de la mesa, haciendo un gesto hacia una verdad aún inexplorada. El papel estaba amarillento, pero la letra seguía siendo clara, familiar hasta en el más mínimo detalle.
“Mi único…” – comenzaba la primera carta. Las manos de Vera comenzaron a temblar. Esas palabras no estaban dirigidas a ella.
Automáticamente, colocó la servilleta debajo del jarrón de crisantemos. Cada otoño, Arkady le traía esas flores. Un símbolo de tradición. ¿Cuántas pequeñas cosas parecidas había en sus vidas: rituales que sustituyeron a la sinceridad?
Un rayo de sol se deslizó sobre el anillo de compromiso. Con el tiempo se había vuelto un poco más ancho. ¿O tal vez fue ella la que cambió?
Afuera, la puerta principal se cerró de golpe. Vera saltó, pero sólo era una vecina. Reconoció sus pasos. ¿Cuántas veces había oído los pasos de su marido?
El teléfono vibró: “No esperes a cenar, comeremos en la ciudad”. Tan considerado, tan atento. Ella siempre supo organizar su vida cómodamente, para ella misma.
Vera abrió la siguiente carta.
“Sé que me estoy portando mal…” – escribió Arkady hace muchos años. Ella sonrió amargamente: ¿cuántas veces se había repetido esas palabras, cerrando los ojos ante sus regresos tardíos, sus llamadas extrañas, sus partidas repentinas?
Las luces se encendieron en la casa del otro lado de la calle. Vera comprendió: su marido regresaría pronto. Tenía que decidir qué hacer. Pero, al mirar aquellas páginas amarillentas, por primera vez en muchos años se sintió viva.
Ilusiones destrozadas
El álbum de fotos se abrió solo. Vera recordó el día de su boda: el vestido blanco, las mangas de encaje, las peonías rosas en su mano. En ese momento ella estaba convencida de que su amor era especial.
Las fotografías preservaron los momentos de sus vidas. Aquí están en Sochi, donde Arkady admiró su traje rojo. Entonces cada roce de ella hacía latir su corazón. Vera cerró los ojos: recordó aquella noche cuando estaban bailando en la playa.
“Fuiste hecha para el tango”, le susurró entonces.
¿Pero cuándo aquel tango se convirtió en un vals lento y rutinario?
Así organizaron su primer apartamento. Quería pintar las paredes de color melocotón: cálidas y acogedoras. Arkady insistió en el color beige: «liso, para todos». Fue entonces cuando ella se rindió por primera vez. Y luego se convirtió en un hábito.
Vera se ajustó el cuello de su blusa, beige, como todo en su vida. ¿Desde cuándo dejó de usar colores brillantes? Probablemente desde que abandonó las clases de baile.
«No necesitas esto. “Tienes un trabajo estable en la biblioteca”, dijo entonces Arkady.
“Estabilidad…” – esa palabra se convirtió en el mantra de su matrimonio.
Ella pasó la página. Su vigésimo aniversario. Al fondo, su vieja guitarra, un regalo de su padre. ¿Cuándo lo había tenido por última vez?
Vera se acercó a la ventana. Afuera, una mujer joven con un abrigo rojo acunaba un cochecito. Ella también tuvo uno una vez. —Demasiado llamativo —dijo entonces Arkady. Y lo vendió a una tienda de segunda mano.
En el fondo de la caja había otra fotografía: Vera en el escenario de un club local, cantando acompañada de su guitarra. Arkady no vino porque «no era apto». Un mes después, vendió el instrumento.
Afuera empezó a lloviznar. Vera tomó las cartas en sus manos. Él lo sabía: hoy algo cambiaría.
Enfrentando la verdad
El sonido de la llave en la cerradura. Cuatro vueltas, como siempre. Vera oyó a Arkady quitarse los zapatos y colgar con cuidado su abrigo.
—Estoy en casa —dijo con esa voz familiar.
Ella permaneció en silencio. Las cartas estaban sobre la mesita. Déjalo verlo por sí mismo.
Arkady entró en la habitación aflojándose la pajarita. Vio los sobres y palideció. Le temblaba la mano; quería cogerlos, pero luego dudó.
«¿Dónde los encontraste?» iglesias, con voz temblorosa.
«En la caja. En el tuyo. —El de Praga —respondió Vera, sorprendida por su propia calma.
Se sentó pesadamente en el sillón.
«Hace mucho tiempo…»
—Hace treinta años —dijo Vera acercándose a la ventana. «¿Y sabéis qué es lo más aterrador? No es el hecho de que amabas a otra persona, sino que me elegiste porque me convenía».
Arkady quería decir algo, pero ella no lo dejó.
«He leído todas tus cartas. Escribiste que te gustó cuando me disolví en tu vida. «Eso me estaba perdiendo.»
Él permaneció en silencio. No había miedo en sus ojos, sino conciencia.
«Recuerdo a Marina. La vi en la ciudad. Brillante, valiente, libre. Un artista. No el que eliges por “conveniencia”.»
Vera abrió el armario y sacó un estuche de guitarra.
«¿Te acuerdas cuando cantaba? No viniste – “no apto”. Y vendí la guitarra. Compré ese traje gris que tanto te gustó.»
Arkady se acercó a ella.
«Éramos felices…»
«No. Nos sentíamos cómodos el uno con el otro.»
Él permaneció en silencio.
«Me apunté a clases de baile, me compré un abrigo rojo. Y una guitarra. Continuaré jugando. Fuerte. Y no me importará lo que digan los vecinos».
Ella vio un destello de conciencia en sus ojos. Como si después de treinta años finalmente hubiera visto mi verdadero yo.
Una nueva vida
Un abrigo rojo brilló entre la multitud. Arkady siguió con la mirada a su esposa mientras conversaba. Ella corrió a su clase de tango. Ya hace tres meses.
Esa noche, no se fue. Pero regresó… solo.
Él entendió: podemos empezar de nuevo. A los sesenta y cinco años, el momento perfecto para una primavera.
Y una semana después vino a su concierto. Vera cantó en el escenario. Estaba sentado en la última fila y se dio cuenta: se estaba enamorando de nuevo. De su esposa. De la verdadera Vera.
Después del concierto se acercó a ella:
«¿Bailar?»
Ella sonrió:
«Sabes que estoy hecho para el tango».