La anciana María había dedicado toda su vida a sus hijos. Ella había ofrecido su casa, su salud y todas sus fuerzas, sin quejarse jamás. Pero a medida que pasaban los años y su vitalidad declinaba, sus hijos comenzaron a considerarla una carga. Ya no la trataban como una madre amorosa, sino como un objeto viejo e inútil. Una fría mañana de invierno, mientras la nieve caía silenciosamente sobre las baldosas, se les ocurrió una propuesta que le cortó el corazón como un cuchillo. “Tienes que mudarte a la casa vieja y destartalada que está en las afueras del pueblo. “Es el único lugar donde tienes espacio”, le dijeron, mientras mantenían la casa grande y cálida que tanto amaba. María quedó devastada por sus palabras y no respondió. Ella permaneció en silencio y meneó la cabeza, sin mostrar enojo ni resentimiento. Sus hijos pensaron que ella se había rendido.
Pero María escondía un secreto en lo profundo de su corazón, un secreto que nunca les había contado. Las semanas pasaron y la casa fría y oscura en la que ahora vivía parecía devorarla. Pero un día la puerta se abrió y María llamó a un notario. En silencio, pero con determinación, donó todas sus posesiones, incluida la preciosa casa que una vez tuvo, a la caridad. Sus hijos, que no sabían nada de su decisión,
Continuaron con sus vidas hasta que de repente se enteraron de la mudanza y su mundo se derrumbó. ¡Ira, asco, vergüenza! Llenos de acusaciones y amargura corrieron hacia María. Pero ella, su antigua fuente de vida, estaba sentada allí tranquilamente, sus ojos irradiando una paz profunda e inmutable. —Me quitaste todo lo que tenía —dijo con calma. “Pero olvidaste lo más importante: la conciencia y el respeto”. Su voz era como una suave brisa que se llevó la belleza del mundo.
La casa ahora pertenecía a quienes realmente la merecían: aquellos que no buscaban riquezas ni posesiones, sino verdadera dignidad y amor. Sus hijos, que esperaban la herencia, se quedaron con las manos vacías. Sus corazones estaban llenos de arrepentimiento y amargura, mientras que María, en su tranquila sabiduría, sabía que había hecho lo correcto.